Noches de Moscú (ficción serializada)

Temporada 1. Rapsodia española

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Cap.1. La hija del Lobo

No mires atrás, Elena. El Lada destartalado se estremeció al tomar otra curva. Apretó la mandíbula y tiró del asidero de la puerta con todas sus fuerzas, conteniendo la respiración, evitando a duras penas que se abriera la puerta del coche. Otra curva más como esta y acabo en mitad de la calle, por divagar en ideas absurdas y no estar en lo que debo.

El cinturón colgaba lánguido e inútil a su lado, de adorno, como los hombres que se cruzaban en su vida. Se agarraba a ellos por pura inercia, como lo hacía ahora del cinturón. Le proporcionaban esa falsa sensación de seguridad que, a falta de otra cosa, le hacían sentirse mejor.

El taxi zigzagueaba entre las eternamente atascadas avenidas de la ciudad como un misil sin rumbo que, de manera incomprensible, no lograba impactar con coches o edificios.

Treinta minutos. Treinta minutos para que comenzara la reunión con los inversores alemanes. Su padre no aceptaría excusas, mucho menos historias sobre españoles de mirada cálida y sonrisa insegura.

El conductor —barba descuidada, aroma a tabaco barato y vodka matutino— le dedicó otra de sus muecas lascivas a través del retrovisor. Elena no había visto nunca contorsionar una cara de tal modo. Quizás le funcione para hipnotizar gallinas los sábados por la noche. Elena descartó el pensamiento de inmediato, asustada de adónde podría conducirle.

—Con esos ojazos verdes, ese pelo rubito y esa figura, preciosa, me recuerdas a una kuklá, una de las típicas muñecas rusas; y olvídate de las aburridas barbis americanas —sentenció el filósofo del volante, pasándose la mano por su cuero cabelludo cada vez más despoblado—. ¿Qué tal si luego paseamos junto al río? Conozco un rincón donde sirven el mejor vodka de Moscú, aunque si prefieres te puedo improvisar un poema.

—El día que necesite un representante con buenas conexiones y mejor ojo para mi futuro como modelo, o un poetastro de tres al cuarto, ya sé dónde buscar uno —replicó Elena, mientras apartaba un mechón dorado.

Sus ojos verde pálido se perdieron hacia el techo descolorido, intentando reprimir un suspiro que se le escapó de lo más hondo. Fue el primer momento de desconexión que había tenido desde su abrupto despertar de esta mañana.

La relajación duró lo que tardó en ver el estado en el que se encontraba el techo del vehículo. Desvió la mirada hacia su ventana, pero tampoco fue un gran consuelo. Por un resquicio entre las capas de mugre acumulada en el cristal, distinguió el cielo plomizo reflejado en las estructuras acristaladas de los rascacielos que emergían a lo lejos. Lápidas grises enormes de una ciudad fría e indiferente, arrojando su sombra sobre los antiguos edificios soviéticos. Una compañía de modernos Gulliveres que hubieran establecido una cabeza de puente, como preparación para invadir el territorio de los grises liliputienses. Y su familia estaba al mando de ese ejército.

—Mi prioridad es llegar puntual a la oficina —contestó, ajustándose la minifalda.

El taxista soltó una carcajada y golpeó el volante con entusiasmo desmedido.

—Tienes carácter, ¿eh? Me encantan las mujeres con temperamento. —se reía, soltando el volante cuando hacía el esfuerzo de echar la vista atrás, en la medida en que su enorme barriga se lo permitía—. Pero disfruta, chiquilla, que estamos atravesando Kitai-Gorod, nuestro particular Chinatown, con sus casas señoriales exactamente iguales que las del resto de la ciudad.

Elena habría celebrado la gracia si hubiera estado prestando atención, pero estaba examinándose en el espejito del interior de la visera desplegable. Se calificó con un sobresaliente, a pesar de la mirada irritada por el insomnio y los excesos de la noche anterior. Se aplicó carmín de un rojo intenso, del que realzaba el contraste con su pelo rubio y sus ojos verdes, mientras el vehículo se bamboleaba sobre el pavimento plagado de cicatrices.

El conductor arqueó una ceja con curiosidad al examinar al chico sentado detrás, que le miraba ahora atentamente. Tuvo que dar medio volantazo para no llevarse por delante a un ciclista temerario.

—¿Noche movida, eh? —dijo, para distraer la atención, volviendo a su tema de discusión habitual.

—No creo que tengamos tú y yo la misma idea de lo que es una noche movida—dijo Elena, estremeciéndose al imaginarse cómo sería una noche movida en casa del taxista; de hecho, trató de no imaginarse cómo sería la casa del taxista. Y así, alejando de su mente incluso al propio taxista, que seguía sacando brillo a su calva, como empeñado en fortalecer los pocos cabellos que aún conservaba, fueron llegando esos pensamientos que estaba evitando—. Un amante competente, eso siempre da gusto al cuerpo, pero hay más cosas, siempre hay más cosas, como despertarte con alguien y que sea capaz de decidir qué quiere hacer con su vida ese día.

Las luces mortecinas de la mañana se sobresaltaron, a la misma vez que Elena, ante los destellos de un coche policial. El ulular de la sirena quebró el aire y ella cerró los ojos con fastidio.

—Joder —masculló el taxista, escudriñando el espejo—. Control de tráfico. Y mi licencia caducó hace dos meses.

Elena sintió que el tiempo se comprimía. La reunión, su padre, los alemanes esperando. Su padre no se alegraría si la detenían ahora. Calculó mentalmente. ¿Cuánto tardaría en conseguir otro taxi? ¿Y si llamaba a Irina? No, mejor no tener que explicar esta situación; ya con su padre fue suficiente.

—A mí nunca me tocan controles de estos —dijo, manteniendo la calma mientras su mente evaluaba cada posible salida.

—A mí nunca me tocan controles de estos —dijo Elena, poniendo teatralmente los ojos en blanco, mientras su mente evaluaba cada posible salida.

El taxista miró de medio lado, arqueando la ceja derecha.

Elena permaneció impasible, sin darse por aludida.

—Será porque estos controles son aleatorios —siguió el taxista—, al azar. Los policías están apostados en la esquina y dicen: «Si el próximo coche es de un nuevo rico, de estos de cristales blindados y de los que cuestan el sueldo de cinco años de alguien como yo, entonces seguimos aquí tranquilos. Si es un coche normalito del motón, entonces, salimos detrás de él. Problemas, los justos.»

El taxista debía de estar de lo más cómodo en este tipo de situaciones, jugando con la resistencia de sus clientes, o quizás tenía más don de gentes de lo que parecía a primera vista, o a primer olor. Elena se aplicó sin demasiado disimulo un poco de su pulverizador de bolsillo para casos como este, y ya de paso roció todo el habitáculo, lo que de todas formas no ayudó a mejorar la situación, pues los efluvios frutales que tanto le gustaban, al mezclarse con los rancios aromas largamente consolidados del coche, que se resistían a ser desalojados, mutaron en una suerte de olores reconcentrados que habrían obligado a Elena a abrir la ventanilla, de no ser porque la manivela estaba rota.

Se horrorizó al reconocer cayendo por su frente una sustancia extraordinariamente desagradable y horrible, que la asustó. Se tranquilizó y creyó reconocerla: la había visto un par de veces que fue de visita a las fábricas del emporio familiar. La gente que trabajaba para su padre la llamaba "sudor". Reprimió un escalofrío y estaba a punto de decirle al taxista que volviera a su casa, cuando recibió un mensaje en el móvil de su padre: «Lena, ¿dónde estás? Los alemanes están por llegar».

El taxista, impertérrito ante el show de Elena, se encogió de hombros, y añadió: «Como has visto, guapa, es el puro azar el que determina si los policías salen detrás del siguiente coche que pase o no».

Elena finalmente se rindió en el pulso virtual que había estado manteniendo con el taxista y, con una sutil sonrisa que el taxista no podía haber visto y que, sin embargo, pareció haber intuido, hurgó en su cartera de piel italiana y extrajo un fajo de billetes.

—Si nos libras de ellos y me dejas en las Torres Federación en menos de diez minutos, duplico la tarifa.

El taxista esbozó una expresión depredadora.

—Sujétate, princesa. Por cierto, me llamo Ígor. Por si me necesitas en el futuro. Ígor Igórovich Sorokin.

No necesitó mirar hacia atrás para saber que, a pesar de tenerlo todo en contra, había aprobado con nota la prueba. Le tendió una cartulina arrugada y manchada a Elena con una mano mientras, sin molestarse en mirar atrás, con la mano izquierda tomaba una curva a la derecha a toda velocidad.

Una pena, pero vas a tener que bajar tu contribución a la industria nacional de vodka, para reinvertir en la del jabón y el perfume, Ígor Igórovich Sorokin. En la tarjeta de visita, recortada con tijeras de una cartulina, sólo se leía "Ígor" y un número de móvil. Por el otro lado tenía escrito "'Rápido y sin preguntas' es mi otro nombre"

Así que sin preguntas, ¿eh?, se dijo Elena, cuando el Lada dio un tirón brusco y se introdujo por un callejón tan estrecho que los espejos casi acariciaban los muros. El motor protestó entre cambios de velocidades y chillidos arrancados a los neumáticos desgastados.

—¡Esto no es nada! —presumió—. No hace tanto que yo transportaba mercancías para unos tipos que... digamos que era entretenido jugar al gato y al ratón con la policía entre semana. Luego esos mismos tipos y yo brindábamos con vodka cuando les llevaba su parte a la Comisaría cada fin de semana.

Elena se limitó a asentir mientras revisaba los mensajes en su móvil. La sirena se disipó en la lejanía.

—Entonces... —insistió el taxista—. ¿Ese chico tuyo...?

—No es mi chico —le interrumpió, guardando el teléfono—. Es solo un recién conocido.

—Ya… claro. ¿Y tiene nombre el recién conocido?

Elena frunció el ceño.

—Creo que... mmm... Carlos... Carlos… algo. Español. Nada especial.

El taxista, frenando, se giró hacia la parte trasera. Un hombre delgado, treintañero, contemplaba el exterior en silencio, con las manos sobre su gastado equipaje de mano. Vestía un traje grisáceo que en otros tiempos habría pasado por elegante. Su propietario alisaba las arrugas como en el ritual hipnótico de alguien con TOC. Su mano se detuvo brevemente al sentir la mirada de Elena, pero luego continuó aquella tarea imposible de devolver el esplendor perdido a su vestimenta.

—Ya llegamos —le espetó Elena—. Bájate rápido.

El pasajero levantó la vista, revelando unos ojos castaños sorprendentemente expresivos. Algo en esa mirada provocó un escalofrío que ella se apresuró a sofocar.

—Dobry dien, buenos días, Ígor, dijo con una seguridad que no se esperaba ninguno. Elena, ¿nos veremos luego? —preguntó, con un ligero acento en su ruso imperfecto y una sonrisa tímida.

El conductor miró por el retrovisor. Elena le lanzó una mirada que fulminó en el acto la sonrisa que comenzaba a fraguarse en el seboso rostro de Ígor.

—Ya veremos —respondió, volviendo la mirada hacia adelante.

El vehículo se detuvo junto a unos rascacielos gemelos que absorbían las nubes. A través del cristal, el horizonte moderno de Moscú se erguía como un monumento al poder económico.

El hombre descendió con cautela, intentando ajustarse inútilmente la corbata. Fue a acercarse hacia la ventanilla, se paró, perdido en un pensamiento, pero rápidamente dio otro paso adelante, inclinando la cabeza como quien hace una reverencia ante su señor feudal, o señora.

—Bien. Lo he... disfrutado mucho. Te llamaré... —balbuceó mientras el taxi comenzaba a alejarse.

—Vale, Carlos —contestó Elena, sin mirarlo, comprobando su maquillaje.

El taxi arrancó, dejando atrás la figura inmóvil de Carlos, que permaneció clavado unos segundos, meditando, antes de encaminarse hacia el edificio con pasos inseguros, lo que contrastaba con su sonrisa de oreja a oreja, mientras sacaba su bloc de notas para apuntar ciertos detalles que no quería olvidar.

—Entonces, muñeca, ¿seguro que no quieres descubrir los tesoros ocultos de esta ciudad? —insistió el taxista.

—Tengo entradas para un espectáculo mucho más interesante y no podré asistir, así que imagina lo mucho que me seduce tu propuesta. Estaré contando los segundos, Valentino —le cortó Elena—. Y date prisa, que tengo una reunión en veinte minutos.


Elena embistió la puerta giratoria, dejando una estela de perfume Carolina Herrera en el aire. La Torre Evolución se alzaba sobre ella, presumiendo una belleza que ya conocía de memoria por Instagram. Sus Louboutin marcaron el ritmo de su irritación contra el suelo, y el eco rebotó entre las paredes de mármol. A su paso, dos trajes grises dejaban morir su conversación para devorarla con la mirada, sus miradas pegajosas intentando atravesar la seda de su camisa. Con un gesto automático, se ajustó la chaqueta Valentino al cuerpo. Como si esos idiotas merecieran el espectáculo.

La imagen del español regresó a su mente. Aquellos ojos marrones. Su sonrisa tímida. La forma en que había acariciado su mejilla con reverencia.

—Buenos días, señorita Zukova —saludó el guardia mientras pasaba su credencial por el lector.

Elena apenas inclinó la cabeza, pero le devolvió una media sonrisa al guardia, quien se sintió alarmado, sin saber cómo reaccionar. Elena devolvió el hieratismo habitual a su cara, a pesar de que el estómago se le empezó a estrechar y a hacer un nudo. Afortunadamente, para cuando sacó la llave de acceso exclusivo al ascensor ejecutivo volvió a sentir todo bajo control, y todo lo demás parecía no haber sucedido.

La puerta se abrió en el piso 47, donde Petrovsky-Zukov Holdings ocupaba toda la planta. La placa en la recepción leía "Petrovsky y Zukov. Nuestra máxima es el honor".

—Llegas con retraso —le recriminó Irina, entregándole una tableta—. Tu padre ha telefoneado tres veces. Parecía bastante irritado. Elena se volvió a tocar el estómago. Curioso cómo dos sensaciones opuestas podían producir un efecto semejante.

—Dile que he llegado y he entrado en la reunión antes de que me pudieras ver —respondió, arrebatándole el dispositivo con un movimiento brusco—. No me mires así, ya sabes que no te creerá ni pensará mal de tu eficiencia, pero es algo que tenemos asumido: yo juego a hacer como que él me cree y él juega a hacer como que yo me esfuerzo por mejorar.

»Antes de nada, tráeme un café. Solo. Doble. Sin azúcar. —Elena iba a refugiarse tras su escritorio cuando notó que Irina permanecía allí, sosteniendo aún su carpeta como un escudo protector.

»¿Algo más? —inquirió, arqueando una ceja perfectamente delineada.

—Los alemanes te aguardan en la sala de conferencias. —Irina hizo una pausa significativa—. Desde hace quince minutos. El equipo financiero está haciendo tiempo, mientras, con ellos.

Elena le sonrió satisfecha de ver que Irina seguía sacando el colmillo de vez en cuando, mientras revisaba su correo en el móvil. Un mensaje apareció en pantalla: «Ha sido una velada maravillosa. ¿Cenamos esta semana? Carlos».

Tragó con esfuerzo, y las tripas volvieron a bailarle inoportunamente. ¿Qué demonios le sucedía? Solo había sido una aventura pasajera, como tantas otras. Un encuentro fortuito iniciado en un avión desde Madrid y culminado en su apartamento entre sábanas de seda y copas de vino caro. A este ritmo, entre su padre y este españolito, le iban a cambiar la rutina intestinal perfecta que había logrado con aquel entrenador personal, entre otras cosas.

Es atractivo. Pero demasiado blandito… Entró sonriendo en la sala de juntas. Aunque tiene algo… distinto, tan diferente de… Media docena de hombres trajeados se pusieron de pie. ¿Pero qué va a hacer un corderito así en mi mundo de lobos?

—Elena, ¿nos estás escuchando? —la voz del director financiero la devolvió a la realidad. Llevaban cinco minutos discutiendo en ruso, alemán y de nuevo ruso.

—Por supuesto —dijo, enderezándose y mirando los documentos financieros, como si la pregunta le hubiera hecho perder el hilo de su análisis.

Pero el análisis al que volvía una y otra vez su mente era al de la noche anterior. A las caricias de Carlos recorriendo su cuerpo con pasión y delicadeza. A esas conversaciones sobre arte y música que, sorprendentemente, le habían resultado cautivadoras.

Sacudió la cabeza enérgicamente, método infalible para hacer salir despedidos los pensamientos indeseados.

De nuevo se descubrió componiendo mentalmente una respuesta a su mensaje. Quizás una cena, algo casual. Nada serio. Solo para satisfacer esta extraña curiosidad que no lograba sacudirse.

Su teléfono vibró sobre la mesa. El corazón le dio un vuelco, traicionándola, pero la sonrisa murió en sus labios al reconocer el número en la pantalla.

La pluma dibujó un borrón sobre el papel. Elena respiró hondo. Alexéi Zukov nunca llamaba durante el horario laboral.

Segundos después, un mensaje apareció en la pantalla, y el mundo ordenado de Elena comenzó a desmoronarse

«El español que te calentó la cama anoche, ¿sabes realmente quién es? Tenemos que hablar.»

Personajes -> Elena - Ígor - Carlos

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